En esta cuarta novela, el inspector Kurt Wallander -después de pasar una crisis depresiva que le mantiene alejado del trabajo durante un año, con la firme decisión de abandonar definitivamente- tiene que enfrentarse a una caso de delincuencia económica de altos vuelos. Su punto de mira, en esta ocasión es Alfred Harderberg, un rico hombre de negocios, dueño de un imperio finaciero de ámbito internacional, en el que, tras una permanente y carismática sonrisa se esconde un hombre cínico y sin escrúpulos para el que el fin justifica los medios, incluyendo el asesinato o el tráfico de órganos humanos.
La historia comienza cuando el abogado Gustaf Torstensson conduce inquieto su vehículo por una carretera solitaria. Es noche cerrada y, de repente, delante de él, ve una silla plantada en medio del asfalto, y en ella, un muñeco del tamaño de un ser humano. Torstensson frena en seco y, aterrado, sale del coche para ver de cerca la fantasmagórica aparición. Es lo último que hace en su vida.
Como sucede en las otras novelas de Mankell, el desarrollo de la investigación es muy exhaustivo, está muy bién explicado y consigue mantener el interés del lector, pero en este caso, el desenlace es bastante novelero y poco realista. Al fín y al cabo es un privilegio que se pueden permitir los escritores. Lo que no se le puede discutir al autor es su capacidad para seducirnos y en las últimas seis lineas del libro se produce un hecho -que no voy a revelar- que nos predispone para leer la siguiente entrega, La falsa pista. Pero de momento, le voy a dar vacaciones a Wallander por un tiempo indeterminado. Después de resolver con éxito cuatro casos complicados, se las merece. Yo también me voy, pero volveré.
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